sábado, 4 de abril de 2009

El ascensor


El ascensor

a Juan Pablo


Era tal el desorden en su interior que contrariamente a lo que suele suponer, ya no podía dudar de nada. Su capacidad reflexiva ordenaba y recordaba de manera extraordinaria.

Quería contar alguna historia de esas que se escriben cuando las ideas no están muy claras pero que necesariamente tienen que ser dibujadas. Sólo por esa ansiedad que tiene a menudo de sentirse superior a sus voces e imágenes internas (el lo creía así cuando en realidad se sentía muy arrinconado frente al vacío). Ese anhelo por dominar y decidir sus pensamientos.

-Entonces… si hago a un lado el futuro y si el presente es ahora, no me queda más opción que referirme al pasado –se decía a sí mismo como disipando las mil voces en su interior-.

Hacía calor. Estaba nublado. Estaba en la plaza sentado en un banco. Era domingo y el tiempo se acortaba a medida que iba pensando en el lunes y en las pocas horas que le quedaban para volver a su casa, armar la valija, ir a misa. Poco a poco se iba desesperando. Le pasaba seguido. Cuando las obligaciones no coincidían con el tiempo disponible se producía un bullicio en su cabeza que generalmente se convertía en pasividad. Se angustiaba. Peor todavía si a este bullicio le seguía un viaje de regreso. Tenía que irse. Debía irse. Olvidarse por un buen rato de su casa, de su hogar.

Ese lugar donde la comida tiene gusto a comida, sabor a madre; donde el papel del baño es más suave; ese lugar donde la guitarra suena al mediodía… -recordaba con nostalgia. Debía irse. Regresaba al departamento que alquilaba, ese espacio en el que estaba suspendido en un décimo piso por lo menos un mes. –Acá, las obligaciones siempre son mayores que el tiempo para uno –pensaba. El era de la idea (imprecisa, pero acertada) de que el tiempo puede ser propio pero las obligaciones no siempre. Suponía que por regla general éstas implicaban a otro que era el que disfrutaba o disponía de ese tiempo.

Era un hecho que debía volver. Y la diferencia entre la obligación y el tiempo para el yo la explicaba más o menos así. La primera era necesaria y vinculante (aunque en la mayoría de los casos el quería poder decidir sobre el deber que naturalmente se imponía) y le molestaba que el adjetivo necesario haya sido acompañado desde siempre del otro, suficiente, para dar la idea de argumento convincente. –Nada más lejos de mis deseos; nada tan cierto entonces…-murmuraba el joven, sin comprender mucho el significado de sus palabras-. El tiempo, más que insuficiente, más que innecesario, era inminente. El seguía ascendiendo.

Creo que ni siquiera el número de intentos que realizó por modificar o prever el curso de lo que iba a venir pudo con el descaro de las horas. Debía regresar, pero ¿por qué se fue?

Juan –así se llama nuestro personaje- miraba desde el frente y trataba de sentir lo que el otro muchacho sentía. Pero antes de hacerlo se había asegurado de clasificar su comportamiento y recorrer todas las situaciones pasadas en las que estuvo presente. Para Juan esto era un hábito –desprolijo por el momento - y la única forma que encontraba para tolerar las molestias de su habitar con lo que es y no es (el tiempo) –según sus propias palabras-. Pero ya no recuerdo si lo condenó o le tuvo compasión después de su imaginaria clasificación. Quizás se hizo cargo de la situación sin pedirle permiso, aunque no tenía que hacerlo a pesar de que hubiera sido más divertido.

–Pero me perdería la ocasión de ser el único que observa; cedería a otro la posibilidad de ser árbitro y señor, no ya de un espíritu, sino de dos –pensaba con aire misterioso mientras apoyaba su codo derecho sobre la misma rodilla y sostenía su cara con la mano sin sacarle la vista de encima a su compañero de enfrente.

Su postura era clara: no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad que tenía de soportar el calor y permanecer inmóvil suspendiendo el momento. Otra vez se engañaba en su tolerancia y habitar, pero era su modo de vivir.

-¿Por qué pensar en que debo irme? ¿Acaso no puedo vivir habitando cada imagen? ¿Por qué recordar que alguna vez me había ido? El que observo no tiene memoria y no la tendrá; no recordará. Simplemente está apoyado contra la pared con sus anteojos oscuros, un domingo nublado, y rodeado de otros tantos sin recuerdos –concluyó Juan, lleno de interrogantes, mientras el ascensor lo dejaba suspendido en el décimo piso junto a su valija.

Aquel lunes miraba hacia el oeste desde la ventana. Me detuve a mirar una franja de ladrillos del edificio del frente que se distinguía de los demás por ser más claro el naranja. El calor no se percibía tanto o la humedad era insoportable. Ya había terminado de escribir y me preguntaba si firmaría con seudónimo o simplemente pondría mi nombre, Juan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario